A veces tenemos la manía de creer en algo o en alguien como el que cree en la inocencia del acusado hasta que se demuestre lo contrario. Ahí, a muerte, fe ciega... ¡Yo creo! Lo malo es que tarde o temprano empiezan a surgir pruebas de peso en contra. Entonces la fuerza, la alegría y la inocencia de aquello en lo que creemos se van a tomar vientos. Y no sólo se van, sino que en su lugar deja un profundo poso/pozo (lo mismo me da) de fealdad, tristeza y cansancio.
Y nadie tiene la culpa. Estoy de que se busquen culpables hasta el moño. Nadie tiene la culpa de ciertas decepciones porque aquí ya todos somos mayores y sabemos dónde nos metemos...
Es curioso, porque a medida que caminamos hacia eso que llaman madurez, todo lo positivo, lo bueno, lo que vale la pena de nuestra vida son destellos de las emociones, la ilusión y las ganas de vivir de cuando éramos niños. Esto demuestra que el mundo no puede estar bien hecho... Por favor, rebobinemos y que a mí me dejen ser pequeña para siempre si madurar es: dejar de ser niño para luego, luchar con todas tus fuerzas y recuperar puntualmente la alegría de vivir de cuando aquello... ¡No tiene sentido! No tiene pies ni cabeza.